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EpílogoLorenzo Falcó cruzó el vestíbulo del Gran Hotel de Salamanca, saludó por sus nombres al portero y al conserje y se dirigió al bar, pasando entre camisas azules y oficiales de uniforme con botas altas y relucientes.
Y en realidad a mí me resultaba indiferente usar las camisas y las maletas de un muerto; si al principio me molestó, fue solamente porque eran las cosas de un extraño.
Los lugareсos comenzaron a ponerse en pie uno tras otro siguiendo el ejemplo del viejo pescador de las arrugas y retiraron las mesas y sillas mientras algunos se despojaban de las camisas y las doblaban cuidadosamente dejándolas a salvo en un rincón.
Mítines en tabernas abarrotadas de humo y sudor, obreros corriendo bajo fuego de ametralladoras, camaradas torturados, muertos en vida o muertos de verdad, para que las bestias de camisas negras, azules o pardas supieran que la humanidad no estaba vencida, que la lucha no se interrumpiría, pues era la lucha final.
Fui a tientas en la oscuridad desde la cama hasta la mesa, busqué bajo las camisas la botella aplanada, vertí un poco de ginebra en el tapón y, al hacerlo, me mojé el dedo.
Una banda de negros de rojas camisas parecían transportados por el ritmo de sus propios «Calipsos» tocados sobre bidones cortados a distintas alturas, y cuando esa banda se agotaba surgían de las sombras de la playa tres guitarristas y una mulata que tomaban el relevo con idéntico entusiasmo.
Siguió pensando en ella mientras preparaba el equipaje: objetos de aseo, trinchera Burberry, sombrero panamá, dos trajes, seis camisas almidonadas y mudas interiores, pijama, tres corbatas, unos gemelos de plata, unos zapatos de vestir y otros de sport con suela de goma.
Entre las camisas rodaban unas bolas pequeñas y oscuras: las almendras del paquete roto.
Respecto a la cocaína líquida, Falcó se había inyectado sólo una vez en el hotel Adlon de Berlín en compañía de Hilde Bunzel, una modelo y actriz conocida por la película M de Fritz Lang, con la que solía frecuentar los peores cabarets de aquella ciudad desvergonzada y fascinante que por entonces aún resistía —aunque por poco tiempo— al ruido de botas y a las camisas pardas de los nazis.
Richard se fijó en que muchos llevaban camisas que no eran más que harapos con manchas de sangre reseca y que tenían la espalda llena de verdugones.
Con el traje, la camisa, la corbata y los zapatos metidos en una bolsa, y otros vaqueros y un par de camisas en otra, salieron de la tienda de la mano y, al pasar por una peluquería, Lizzy expuso:—¿Me permites sugerirte el último cambio?
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