“HIJOS” на російській мові

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A las tres horas, protegidos por una suave calina que había convertido las costas de Fuerteventura en una levísima mancha y sin distinguir siquiera un solo contorno de las más altas cumbres de Lanzarote, Abel Perdomo pidió a sus hijos que arriaran las velas, y permitió que la goleta permaneciera al pairo, empujada suavemente hacia el sur por el viento y la corriente.

Y ella lo sintió, pero sintió también a sus espaldas la fuerza y vida de aquel inmenso cuerpo que adoraba, y aún se estremecía al recordar cómo la poseyó allí mismo, aferrada a la caсa; cómo la hizo ^emir y estremecerse, y cómo abrigó siempre el convencimiento de que había sido aquella noche cuando engendró al mayor de sus hijos.

Todos vosotros, la gente fina, disfrutáis de la comida y del cálido fuego, mientras que esta noche mis hijos pasarán hambre porque nos han arrebatado casi toda la cosecha.

En tales períodos de obligada soledad, Aurelia Ascanio amén de cuidar a sus hijos y enseсar a leer y escribir a los niсos y adultos de Playa Blanca, aprendió a amar y conocer la isla en la que había nacido su esposo; la más sorprendente, misteriosa y agreste de cuantas islas había desperdigado el Creador sobre los mares.

Acto seguido comentaron con Kahlan lo fornido que era y que sus hijos serían muy robustos.

Eran unos muebles recargados, aparatosos y absurdos que nunca le gustaron, pero que en un principio soportó por no darle un disgusto a aquella diminuta mujer a la que siempre había adorado y de los que más tarde no quiso desprenderse, porque desde la gigantesca cama de retorcidas columnas en la que tantas veces hicieron el amor, a la dorada cómoda de alto espejo ante la que ella peinaba y repeinaba su larga melena negra, todo le recordaba los únicos aсos felices de su vida, cuando aún soсaba con un caserón lleno de hijos en el que reinaría como patriarca indiscutible.

¿Y tener hijos hermosos como dioses, con pies que, tal vez, bailen como usted hizo antes.

¿Por qué te empeсas en convertir a mis hijos en asesinos…?

—Ninguno de mis hijos ha aprendido a respetar el fuego hasta que ha acercado una mano a las llamas.

Tan sólo de una cosa estaba seguro: jamás traicionaría la confianza que su antiguo capitán había puesto en él, y no abandonaría América hasta que los hijos de Abel Perdomo hubieran muerto.

Ella sonrió y preguntó si tenía hijos.