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Únicamente los «bardinos» podían seguir su paso rápido y sin pausas, y a largas zancadas atravesó los cultivados campos, trepó por las laderas, se adentró en las llanuras y los barrancos de lava cuarteada, y antes incluso de que el sol cayera a plomo, penetró, iluminado por una diminuta lámpara de carburo, en la laberíntica caverna.
Nadie en el pueblo parecía entenderle cuando trataba de explicar — casi siempre borracho— lo que significaba sentarse en la cumbre de uno de aquellos cráteres en la noche de luna en que el viento parecía respetar la infinita soledad de Timanfaya, para extasiarse durante largas horas observando cada uno de los reflejos que esa luna extraía de la pulida superficie de los mares de tersa lava en contraste con la profunda oscuridad con que la ceniza volcánica parecía devorar los rayos de esa misma luna.
Lo que quedaba del gallego aparecía acurrucado en un rincón con el revólver empuсado y el cerebro destrozado por una pesada bala que había dejado la marca de un rasponazo en la pared de lava por encima de su cabeza.
El problema de ser perseguido por Pedro «el Triste» no se centraba en su perfecto conocimiento del laberinto de piedras de la región de los volcanes o su innegable habilidad para obligar a salir a los conejos de sus cuevas y caer en sus redes, sino en su pareja de perros, a los que había acostumbrado con infinita paciencia a calzar una especie de altos guantes protectores que él mismo fabricaba y con tos que podían internarse en los mares de lava calcinada sin rajarse las patas en los primeros metros.
Sobre el mar de lava nada alcanzaba a subsistir; ni tan siquiera una larva o un liquen, y en algunos lugares, como en el llamado «Islote de Hilario», bastaba arrojar a una grieta un cubo de agua para que al instante se elevase al cielo un violento chorro de vapor, pues tan alta era la temperatura a unos centímetros bajo la superficie del suelo, que se afirmaba que cavando un pozo en aquel punto no se tardaría mucho en conseguir una eterna fuente de calor que superase fácilmente los mil grados.
De la violencia de la batalla que tuvo lugar entre los ríos de lava incandescente y el fiero mar de barlovento, daban fe testigos de la época, que aseguraban que ininterrumpidamente se alzó al cielo una altísima nube de vapor, y quedaban para corroborar sus palabras negras masas de piedra calcinada que habiéndole ganado cientos de metros al Océano y no pudiendo vencer su inmensidad, configuraron no obstante para siempre una costa martirizada y tortuosa, temible y aterradora, a la que nadie osaba aproximarse pese a la riqueza de sus abundantes «caladeros».
No eran gente aquella de largas caminatas; los oyó resoplar a sus espaldas en cuanto atacó a buen paso la primera pendiente, y quedaba claro que sus pies no estaban hechos para pisar guijarros ni mantener el equilibrio sobre amontonamientos de lava calcinada, y cuando llegó la luz y se detuvo unos instantes a calzar a sus perros para evitar que se le destrozaran las patas, comprobó cómo se derrumbaban jadeantes buscando que el aire llenara sus pulmones.
No se tenía noticias de que nadie hasta aquellos momentos hubiese explorado por completo el mar de lava de Timanfaya, entre otras razones por el hecho evidente de que nada había que buscar allí más que esa misma lava renegrida, y en los pequeсos claros o «islotes» que la erupción había respetado por capricho, tan sólo sobrevivían escuálidos conejos y algunas perdices y tórtolas que anidaban allí por temporadas.
El primer día de setiembre de 1730, las verdes llanuras y las blancas aldeas del suroeste de Lanzarote se vieron sorprendidas por la más violenta erupción volcánica de que se tenga memoria, tanto por duración del fenómeno — seis aсos— como por la abundancia de una lava que sepultó diez pueblos y cubrió con un manto de magma incandescente la cuarta parte de la isla.
Pedro «el Triste» descendía de tanto en tanto el candil a la altura del suelo buscando rastros de huellas, pero el piso, al igual que el techo y las paredes, no era más que una inacabable sucesión de negra lava levemente rugosa en la que resultaba imposible descubrir marca alguna de pisadas.
Desde que viera por primera vez a Yaiza Perdomo pasear despacio por la negra arena de la playa del Golfo, allí donde los volcanes y el mar se habían unido de tal forma que juntos dieron a luz una verde laguna en el fondo de un cráter partido, había llegado a la conclusión de que aquella chiquilla de cabellos largos y misteriosos ojos, compartía con él el conocimiento de las fuerzas que ascendían desde el centro de la Tierra, formaba parte del mundo de la lava y de las piedras, y era la única criatura con la que se consideraba en cierto modo emparentado aunque no lo fuese por lazos de sangre y únicamente él lo supiera.
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