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Habían cruzado un puente y tomado la carretera de Jerez, pero al poco rato abandonaron ésta para meterse por un camino de tierra, traqueteando entre cañaverales.
Ahora la carretera estaba casi vacía durante largos trechos y yo tenía continuamente la sensación de que aquí faltaba algo; por la ventanilla abierta entraba un aire lleno de perfume de flores; afortunadamente las gramíneas habían dejado de moverse.
Por la carretera no me había fijado en el Opel, aunque por otra parte tenía la cabeza llena de otras cosas y me había cruzado con muchos coches parecidos, blancos, de línea angulosa.
El coche se había detenido definitivamente en una carretera secundaria, a milla y media del lugar habitado más cercano, en el mismo momento en que empezaba a caer una buena nevada.
La carretera cambió de dirección, el sol se metió en el coche como un cuadrado, y también esto recordaba a los mudos y majestuosos círculos de luces de la cabina.
Tenía que encontrar la forma de poder cabalgar por la carretera abiertamente, sin llamar la atención.
—Uno de nuestros numerosos detectives privados le vio a usted en un automóvil en la carretera de Cranchester.
A última hora de la tarde tuvieron que coger la carretera principal para cruzar el río Callisidrin.
Permanecieron en silencio, contemplando el amanecer y cómo multicolores barcas se hacían a la mar y algunos automóviles comenzaban a circular por la carretera que bordeaba la playa, y fue Asdrúbal el que al fin se volvió a su hermano:— ¿Qué vamos a hacer ahora…?
Cierta insoluble disparidad de criterios se había planteado de madrugada, junto a dos camiones y dos automóviles detenidos en una carretera polvorienta que discurría entre la Unión Americana y México, con una discusión que subió de tono hasta convertirse en amenaza expresa por parte del coronel Romero; cuya sonrisa a la luz de los faros, ancha, depredadora, segura de sí, se borró de golpe con el fogonazo del disparo que Falcó, todavía joven pero precavido —aún no había cumplido los veinticuatro—, consciente de que a quien madruga Dios lo ayuda, le soltó a diez pasos, bang, cuando el mejicano hizo ademán de meter una mano bajo la chaqueta.
Los pasajeros continuaban sumidos en sus recuerdos y en la incertidumbre de su futuro, y el hombre que conducía iba atento a la estrecha y peligrosa carretera de la que de tanto en tanto surgían como fantasmas veloces autobuses enloquecidos.
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